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RAÍCES DE MAR Y TIERRA

OBRA MONUMENTAL DE LUIS VARGAS SANTA CRUZ Y GERARDO M. RÍOS

 

Con dedicatoria especial a Ángel Cisneros y familia

Raíces de mar y tierra consta de siete murales y una escultura, realizadas para el restaurante MEZTIZZA en el Condominio Grand Casablanca en Acapulco, México.

Cada mural tiene una esencia particular y cuenta una historia 

conectada con el resto de los muros, presentando una variedad de estilos.

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La danza

RAÍCES DE MAR Y TIERRA:

LA NUEVA OBRA EN LA RUTA DE LAS VANGUARDIAS ARTÍSTICAS EN ACAPULCO

 

Por Alondra Berber Mijangos

 

Una propuesta de aesthesis decolonial en Acapulco

 

Derivado del latín mixticius, «mestizo» es el adjetivo del verbo miscere: mezclar y según la RAE, es «dicho de una persona nacida de padre y madre de raza diferente». Hablar de raza, a su vez, es hablar de ascendencia y descendencia, es decir, de origen, principio, nacimiento. «Nada» y «nacer» comparten raíz etimológica; es en la nada donde la vida ocurre y, si hablamos de mestizaje, esa vida brota y se extiende en múltiples capas de raíces que se fijan al suelo, se nutren de él y crecen en diferentes direcciones.

 

Según el antropólogo Roger Bastide, el mestizaje «dotó al espacio latinoamericano de un fondo propio», de una identidad que sintetiza el sincretismo y la interacción cultural. En Acapulco, como ciudad complejamente diversa y llena de contrastes, coexisten temporalidades múltiples y una cultura híbrida por naturaleza. Según Wilson Harris, en toda asimilación de contrarios siempre queda un vacío que impide una síntesis plena, creando lo que el teórico del poscolonialismo Homi K. Bhabha llama «un tercer espacio donde las culturas pueden encontrarse en sus diferencias».

 

Eso es lo que propone la envolvente obra monumental Raíces de mar y tierra, que encontramos en Meztizza, el restaurante del icónico hotel Casablanca, concebida y realizada en colectivo por los pintores Luis Vargas Santa Cruz y Gerardo M. Ríos, y el escultor alemán Tobias Wächter. Con la asistencia —en una primera etapa del proyecto— del muralista Víctor Mendoza. El resultado ha sido una propuesta colaborativa que, parafraseando con licencias a Homi K. Bhabha, crea un «tercer espacio» donde también las artes plásticas se encuentran en sus diferencias.

 

Enmarcada por la vista panorámica de la ciudad, la obra tiene características propias de la aesthesis decolonial, desarrollada por el teórico Walter Mignolo, al manifestar lo expresivo en las culturas locales y ayudar a entender la diversidad que da cuerpo y espíritu a Acapulco. Permite confrontar e integrar ambos mundos: el que está dentro y recupera a la memoria y a sus fantasmas, con un radicalismo estético, político, mitológico y filosófico, y el que está alrededor, con la paleta de color siempre cambiante del cielo. Simbólico es que una obra de tales dimensiones, en materia de traducción de la cosmovisión de Acapulco, ocurra en uno de los pináculos más relevantes de la ciudad.

 

Distante de las proposiciones irrefutables sobre qué es el arte culto, propias del intelectualismo; y de la emotividad y distribucionismo sin curiosidad intelectual, propios del subjetivismo, en Raíces de mar y tierra, nos encontramos con lo que el crítico de arte Juan Acha llama «arte sociológico»; una nueva mirada, una nueva estética que integra los opuestos, favorece tendencias latinoamericanas, promueve el pluralismo estético y «ante el imperialismo, da contexto», mostrando «el proceso histórico y cultural que une lo indígena, lo europeo, lo africano y lo asiático».

 

Hibridación cinética-inmersiva

 

Raíces de mar y tierra consta de siete murales sinuosos y una escultura abstracta de tres metros de altura. La pintura monumental, realizada con pintura vinil acrílica, cemento plástico, resina y una pasta de calcita, sellador y pintura vinílica ―que da el efecto de óleo―, logra un conjunto rico en texturas y relieves. A través de lo que podríamos llamar un chispazo pictodialógico, los artistas Luis Vargas Santa Cruz, Gerardo M. Ríos y Tobias Wächter, escapan de acatar los bocetos a rajatabla, para permitir que los muros y los materiales les hablen y les muestren caminos.

 

El trabajo de textura sugiere al espectador reemplazar el tratamiento protocolario de museo —no acercarse, no tocar—, por una extrañeza no sólo sensorial sino, incluso, mutua, pues en tanto él siente curiosidad por la obra, la obra también parece experimentarla hacia el espectador, de modo que se crea un diálogo; esto lo reflejan a la perfección personajes como el ángel, la diosa mestiza y una hija de Acátl presente en La danza, que allá donde se vaya, ella sigue con la mirada. En esta hibridación cinética-inmersiva, se aprecian piezas originales de Gerardo M. Ríos, incrustadas en los muros para dar materialidad y permitir a los personajes un portal para salir de la pintura/escultura y tocar la existencia.

 

Esta sobreposición de tiempos y capas de la realidad posiciona lo racial y metaforiza el intercambio cultural y comercial, centrándose en lo humano; en el pensar-sentir-hacer mestizo; en el descubrimiento estético en/desde/hacia lo mestizo, es decir, en/desde/hacia la reciprocidad, la igualdad, la dignidad y la visibilización. En esta línea de pensamiento, el conjunto plástico nos propone una serie de escenas que dan forma a una comunidad compleja, en que paradójicamente, como un «todo», es y no es la suma de sus partes. Para resolver la obra, igual que un laberinto, es preciso ir hacia el centro en vez de buscar una salida.

 

El viaje mestizo

 

La travesía inicia con el ascenso en espiral a través de un túnel, después del cual se manifiesta una curvatura de balcón, y basta seguir la línea natural, atravesando la ciudad viva, para descubrir una mano que se presenta de forma inesperada y ofrece el símbolo del corazón; se trata de Aliento del infinito, la escultura de un ángel que parece invitar al espectador a un viaje en múltiples y simultáneas direcciones: hacia dentro de la obra, hacia dentro del Acapulco actual, hacia dentro de la mitología del territorio, hacia dentro del sueño —inconsciente— colectivo y hacia dentro de sí mismo. Es así que el espectador logra estar dentro y fuera de la experiencia de aesthesis al mismo tiempo.

 

En el Antiguo Egipto, el corazón era considerado el habitáculo de la conciencia y, según El papiro de Ebers, es capaz de hablar, siendo pocas las personas capaces de escuchar e interpretar el mensaje oculto en su pálpito. Aliento del infinito materializa el corazón y lo ofrece. Luego de aceptarlo el espectador, se presenta Ecos del sueño, un mural en que cuatro seres —de rostros apenas sugeridos—, flotan en una danza sutil e interminable; formas fluidas en un cielo-mar de tonos azulados, violetas y verdes, donde la línea entre lo terrenal y lo etéreo es disuelta.

 

En este mural, que aborda el mundo invisible o mundo otro —que sedujo a artistas como Remedios Varo, Leonora Carrington y Kati Horna—, además de elementos marinos, aparece un símbolo inesperado: la granada. Fruto inevitablemente asociado con Perséfone, la diosa griega del inframundo. Según el mito, la cantidad de semillas que come, marcan el tiempo que pasará en el Hades; en este mural, la granada, aunque abierta, es intacta, lo que genera una sensación de calma y reivindicación.

 

El sueño colectivo representado en el mural también podría tratarse del espacio intermedio entre el agua y la tierra: el barro, la marisma, la ciénega, anticipando el mito fundacional de Acapulco, plasmado en el mural siguiente. En La danza sobre el mangle, nos encontramos con diez personajes; nueve son partícipes de una danza de (re)nacimiento, en que abren las manos evocando la formación de espirales. El décimo ser se trata nada más y nada menos que de Quiáhuitl, quien sostiene una vasija —nuevamente, símbolo del corazón— con cañas rotas; es así que presenciamos el momento en que ella, al destruirlos metafóricamente, les está dando identidad.

 

En La danza, la vasija de carrizos es un llamado al reconocimiento de los acapulqueños como seres nacidos de la tierra y el agua; seres de manglar, moldeados por el tiempo y por la inevitabilidad, con las raíces sumergidas en lo sagrado; representado por los detalles dorados del sol que dialoga con la tierra y de lo divino que dialoga con los personajes. El mural es un recordatorio de que Acapulco es, por naturaleza, cambiante; en ese contexto, cada ser es una faceta de ese cambio y el barro, por ende, es el cimiento de su existencia.

 

La pieza es una representación además de uno de los símbolos más interesantes en la literatura de Jean Chevalier: la estrella de David que nos dice: como es arriba, es abajo; como es el universo, es el alma. Es uno de los trabajos mejor logrados de identidad acapulqueña. A continuación, se presenta el mural Las tres hijas: una representación de las tres gracias —con destellos áureos y geométricos que recuerdan a Klimt— y del concepto de la diosa triple, presente en varias culturas. En la pieza, los arquetipos femeninos tejen y entrelazan las historias de quienes las preceden y las siguen; cosedoras del tiempo cíclico y de la memoria ancestral: seres que se alimentan de las raíces nutricias.

 

El mural Rizoma de nuestra identidad es un testimonio del mestizaje y la diversidad, con rostros sobrepuestos y la evocación de la caden(ci)a genealógica de Acapulco. Una pintura sobre el origen común y el rizoma del ADN, equiparado a un sistema subterráneo de raíces, de conexiones insondables, que lo vinculan todo y que nos vinculan a todos. Historias, idiomas, tradiciones, culturas, rituales y ritmos se cruzan, se despliegan y se transforman de manera orgánica.

 

En Vuelo silente, cuatro colibríes representan diferentes formas de la existencia en el mundo visible y en el mundo invisible; cada uno, con una naturaleza concreta, sobre raíces que simulan cabellos tocados por el sol y perfumados por flores de lavanda. Hay colibríes volando, un colibríe albino, sacralizado, y otro que, solemne, evoca El caminante sobre el mar de nubes de Caspar David Friedrich. El mural representa el espacio de la renovación, pero también la importancia de buscar la belleza en la negrura y el significado en la fugacidad. La pieza es, sin duda, una traducción de la filosofía de figuras como Epicteto.

 

Omnipresente, por su origen, y beatífica, La mestiza es un mural sobre la fémina que en el mundo lo ha tocado todo con sus raíces. La fortaleza de la mujer —quizás diosa— es delatada por la mirada desafiante y libertaria. Un arquetipo que concentra la historia de una ciudad y de su pueblo; de cómo se fundieron las culturas y de cómo la adaptación fue el vientre de lo que podemos presenciar hoy en día. Después del lienzo monumental, el viaje cíclico se repite: la puerta, la curvatura, la panorámica, el ángel y la caída en la experiencia humana mestiza.

 

Finalmente, en el conjunto se esconde un séptimo mural, sólo visible a los ojos femeninos. Sueños del abismo es el retorno al inconsciente, con la guía de un canto de sirenas, pero a diferencia de las que retrata Homero en La Odisea, no es preciso atarse a la realidad del mástil para escapar de ellas, pues en la obra guarecen los tesoros y secretos ancestrales que cada generación y evento natural han dispuesto en las aguas; esa cadena de asociaciones agua/triángulo invertido/azul/sirenas/ondinas/emoción/inconsciente, implícita en la simbología de las mujeres.

 

El arte de la dosificación y la cocreación

 

Estamos ante un arte «orgánico, dinámico y profundamente enraizado en el territorio»; un arte que canta —en el trayecto al que invita—, que tiene musicalidad, eufonía y ritmo propios; que no repite lo que otros artistas han dicho y que, por el contrario, domina la dosificación, colocando cada elemento donde es preciso para que revele algo y evitando la saturación de elementos, si bien nos encontramos con una propuesta imposible de reducir a un par de palabras, al ser, al mismo tiempo, pintura, mural y escultura.

 

Como ocurre en el arte contemporáneo, lo sensorial y lo emocional están presentes en la experiencia, oponiéndose al encuentro puramente intelectual, ya que el espectador debe interactuar/participar/completar la obra y, desde dentro de ella, desde dentro de sus formas híbridas, transformarla y transformarse. El ejercicio alquímico y lúdico tiene dos caras: la práctica estética no centrada en la mera producción de artefactos —como sí de acciones y una aiesthesis propia—; y la alteración de las percepciones espaciales e íntimas, gracias a la interactividad del espectador, quien, para cocrear, precisa de un constante movimiento laberíntico.

 

Una nueva obra para la ruta de vanguardias artísticas en Acapulco

 

El conjunto monumental Raíces de mar y tierra es irreductiblemente la antítesis del subjetivismo que caracteriza el arte público local; por el contrario, tiene características apropiadas para sumarse a la ruta de vanguardias artísticas en Acapulco, junto a obras fundamentales en la ciudad, como La serpiente emplumada de Diego Rivera, La torre de Babel de Hal Braxton Hayes, Los Amantes de Mathias Goeritz, El pueblo del sol de Paul Kepenyes, El barco ebrio de Rimbaud y Font de Edmundo Font, Ácrona de Luis Vargas Santa Cruz y la obra general del escultor Jorge Alfaro.

 

Se trata de un panorama-escultura articulado e inmersivo, híbrido e interactivo, que revela las influencias de sus creadores, con elementos que evocan el surrealismo, el dadaísmo, el impresionismo, el expresionismo, el simbolismo, el romanticismo alemán, el panorama pictórico del siglo XIX y el modernismo catalán; el arte inmersivo, arte procesual, arte cinético y arte in situ. Gracias a esta combinación de licencias y mesuras, el ensamble, imposible de ser descrito adecuadamente dentro de un estilo o una vanguardia específica, es un ejemplo de oficio y conocimientos serios del instrumental de trabajo; de un lenguaje estético elevado y encriptado, con diferentes niveles y planos de interpretación.

 

En Raíces de mar y tierra existe ese andamiaje, esa estructura total que lo sostiene y da testimonio de los alcances de la creación como un ejercicio de locura, conciencia y libertad absoluta. No obstante, y como sentenciaría el cineasta italiano Giuseppe Tornatore en La mejor oferta: «el amor por el arte y saber sujetar un pincel no te convierten en artista: necesitas un misterio interior»… y ese misterio interior lo encontramos en Luis Vargas Santa Cruz, Gerardo M. Ríos y Tobias Wächter.

Detalle de mural LA DANZA
ECOS DEL SUEÑO, detalle de mural
ECOS DEL SUEÑO, detalle de mural
Detalle de mural RIZOMA DE NUESTRA IDENTIDAD
ECOS DEL SUEÑO, detalle de mural
Detalle de mural Las tres hijas
RIZOMA DE NUESTRA IDENTIDAD
LAS TRES HIJAS, detalle de mural
Detalle de mural RIZOMA DE NUESTRA IDENTIDAD
Detalle de mural La danza
Detalle de mural Sueños del abismo
Detalle de mural Sueños del abismo
Detalle de mural Sueños del abismo, la granada
Detalle de mural Sueños del abismo
Detalle de mural Sueños del abismo

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